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Lo decía la poetisa Ernestina de Champourcin, la cual, con cierta sabiduría, desveló los estigmas del camino, las garras feroces de la vida que se mueve hacia cualquier dirección. La inmovilidad produce hartazgo y pesadez, pero aquel que camina, sucumbe ante los riesgos que supone traspasar el umbral de la quietud. Y ahora que es fin de año, que todo parece morir en cualquier recuerdo y que vemos el ayer como una aventura impresa en nuestras entrañas toca la reflexión vespertina y casi sonámbula del alma errante. Dime espíritu, ¿qué nos queda después del largo viaje? ¿Y quién dices que soy yo? Esta mañana charlaba con mis vecinos rumanos. Un largo viaje para llegar hasta aquí y mendigar trabajo, pan y algo de cordialidad. Dejarlo todo por nada. Quizás algo de caridad y cierto calor humano muy de vez en cuando. M. me miraba con cierta rabia. Se preguntaba porqué tenía que pasar tantas calamidades. «Quiero trabajar», decía. Le pregunté qué oficio tiene y me dieron ganas de contratarlo de cualquier cosa sino fuera por la propia solidaridad de clase y la pobreza adversa. Si M. resiste yo también lo haré. Y ahora que sé que está ahí, que quiere trabajar, que quiere respirar dignamente, me esforzaré un poco más para que su vida tome un nuevo rumbo y la mía con ella se vea salvada de la pasividad y la quietud. Así que, alma mía, sigamos caminando, ya sé quién soy y ya sé todo lo que nos queda por hacer…
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