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Las fieras del anochecer ayudan a estimular el impulso creativo. El silencio, la oscuridad, la ausencia de estímulos son elementos esenciales para cierta concentración monacal. Porque al fin y al cabo parezco eso, un monje vestido de modernidad, enclaustrado en un rezo continuo de cultura y ciencia, atrapado en la luz diurna de los sueños y las ilusiones. A veces suena el teléfono y aprovecho para tumbarme en la estrecha línea que separa mi mundo de las estrellas. Una gigantesca ventana que me aproxima, si acaso podemos creer en la ilusión de lo posible, a eso que llamamos infinito… Y el escribir estas notas que ya forman parte casi de un diario visible me ayudan a despejar la mente, a relajar el músculo pituitario y a desempolvar cualquier emoción que anime a seguir… Pues eso, sigamos con las comunidades utópicas…

Su padre había subrayado en lápiz rojo un largo párrafo de Walter Rathenau que ahora reproduzco:

«Incluso la época de agobio es digna de respeto, pues es obra, no del hombre, sino de la Humanidad y, por lo tanto, de la naturaleza creadora, que puede ser dura, pero jamás absurda. Si es dura la época en que vivimos, tanto más debemos amarla, empaparla de nuestro amor, hasta que logremos desplazar las pesadas masas de materia que ocultan la luz que brilla al otro lado…»

Y eso debí pensar cuando al salir esta mañana de casa y ver como llovía a cántaros preferí enfundarme el chubasquero y pasear alegre bajo la lluvia. Uno siente cierta libertad inusual al mostrarte desnudo ante el cielo, sin paraguas o techo que te proteja. Lo aprendí cuando vivía en la ciudad alemana de Göttingen. Allí la gente salía a la calle sin paraguas, en bicicleta, todos los días. Y casi todos los días llovía. Y yo me acostumbré a lo mismo y me parecía hermoso sentir el agua caer por la cara. Es como una revolución integral y ascendente, una fuerza que disminuye la presión y la densidad psíquica que todos arrastramos. Pasear, cantar o bailar bajo la lluvia, algo tan sencillo que te ayuda a conocer, amar y servir apasionadamente al Universo al que pertenecemos. Incluso la época de agobio es digna de respeto. Así se muestra la naturaleza creadora. Por eso no cabe más crisis que aquella que vivamos desde los adentros. Algo se sumerge y remonta el vuelo sin mojarse las plumas, reza el Bhagavad Gita. Algo así ocurre cuando caminas libre bajo el manto húmedo de la lluvia…

Algún científico nos recordó amablemente que éramos polvos de estrella. Tan sutil descripción nos hizo pensar que si mirábamos constantemente al firmamento y nos dejábamos fluir por su inmensidad sentiríamos cierta añoranza cósmica nacida de nuestros orígenes estelares. Sin duda la añoranza existe. Miramos constantemente a las estrellas, nos interrogamos sobre los misterios que encierran todo ese cúmulo de astros brillantes que giran y giran constantemente sobre otros ejes mayores sin que aparentemente sepamos el motivo de tan desdichado, repetitivo y continuo viaje. A muchos nos gusta eso de tumbarnos boca arriba en la hierba primaveral y contemplar al infinito. Dicen que así nacieron los filósofos, y que de esa manera se fue fraguando escuelas como las pitagóricas, las platónicas, las socráticas, los escépticos, los gnósticos, los mistéricos, los sofistas, los estoicos, los escolásticos, los neoplatónicos, los humanistas, los existencialistas, los idealistas, los irracionalistas… y así hasta casi el infinito… Tantas escuelas, tantas tendencias casi como tantas estrellas existen en el cielo. Y todos interrogándose al mismo tiempo sobre tres básicas preguntas que hemos intentado contestar con difíciles y complicados argumentos. Un exceso de racionalidad para algo tan simple como tumbarse y maravillarse ante el infinito, descubriendo, a su vez, lo increíble que resulta ser partícipe del mismo.

Antropólogo y editor

javier.leon@editorialseneca.es

Diario de Campo

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